Rabia y ansiedad en adolescentes: cuando todo estalla en casa

Un portazo. Una bronca. Y de repente todo se descontrola.

No empieza con un grito.
Empieza como casi siempre:
Tú volviendo del trabajo con la cabeza a mil, pensando en que por fin hoy podríais hablar tranquilos.
Él, encerrado en su cuarto, auriculares puestos, móvil en la cara.
Nada raro. Pero hoy te pilla más cansado.

Llamas a la puerta.
Nada.
Vuelves a llamar.
Sale al pasillo como si le hubieras despertado de algo importante.
Cara cerrada. Resoplido.
—¿Qué?

Le preguntas si ha comido. Si ha salido algo. Si tiene tarea.
Todo lo que preguntas siempre, aunque ya sepas la respuesta.
—No sé. Déjame.
Te da la espalda. Otra vez.

Y ahí, algo se rompe.
No es el tono. No es la falta de respuesta.
Es ese momento en que sientes que te habla como si fueras un estorbo.
Como si sobraras en tu propia casa.

Intentas no entrar al trapo.
Pero se te nota en la voz:
—No puedes tratarme así. Estoy harto de que todo contigo sea malas caras.
Él te mira, desafiante. O se ríe. O dice “ya estás otra vez”. O el “estás todo el día encima”, el “no tienes ni idea”, el “me estáis jodiendo la vida”.
Y entonces explota todo.

El volumen sube. Las palabras hieren.

Y tú gritas más fuerte.
Pero por dentro no estás enfadado.
Estás reventado.
Porque no era solo esta discusión.
Es que llevas meses con la sensación de que tu hijo se ha convertido en alguien que no puedes ni mirar sin que todo acabe mal.
Y no sabes si el problema es él. O tú. O los dos.

Cuando la rabia no se va, solo se esconde

No es solo que grite.
Es que vive a punto de estallar.
Parece que cualquier cosa le sienta mal. Un comentario. Una mirada. Un simple “pon la mesa”.
Y tú ya no sabes cómo hablarle para que no lo tome todo como un ataque.

Has probado a calmarte tú.
A no contestar. A dejarle su espacio.
Pero da igual.
Porque cuando él viene cargado, la bronca ya está escrita.

Lo notas antes de que diga nada.
En la forma de andar. En cómo cierra las puertas.
En esa tensión que se mete en la casa sin avisar.

A veces te contesta como si fueras tonto.
O se burla.
O directamente dice que le dejéis en paz, que no le toquéis los huevos.
Y tú aguantas. O explotas.
Y entonces sí: empieza la guerra.

Pero lo que más te revienta no es la pelea.
Es lo que pasa después.
Cuando todo queda en silencio, y tú sigues pensando en lo que se ha dicho.
En lo que se ha roto.
En que esto ya es rutina.

Y aunque quieras pensar que es “una etapa”, algo dentro de ti sabe que no.
Que no es solo adolescencia.
Es una forma de vivir en guerra con todo.
Y ya no sabes cómo se desactiva eso.

Lo que no ves

Desde fuera parece que solo está enfadado.
Pero dentro no es rabia. Es otra cosa.
Es algo que le quema y no sabe cómo apagar.
Una mezcla de impotencia, vergüenza, miedo y culpa que no sabe nombrar.
Así que ataca.
Porque si ataca, no se nota que está asustado.
Porque si grita, nadie ve que no puede con lo que siente.

A veces no entiende por qué se pone así.
Solo sabe que no controla lo que le pasa por dentro.
Y entonces le sale empujar, insultar, provocar.
Como si necesitara crear un incendio fuera para no arder por dentro.

Y tú solo ves la bronca.
Pero lo que le pasa es mucho más viejo que esa discusión.
Es el peso de no sentirse capaz, de no poder fallar, de tener que demostrar algo todo el rato.
Y cuando ya no aguanta más, explota.

No es que sea agresivo.
Es que está agobiado y atrapado.
Y no sabe cómo pedir ayuda sin sentirse débil.
Así que lanza fuego.
Y espera que alguien lo aguante sin huir ni devolverlo.

No está esperando a sentirse mejor. Está huyendo sin decirlo.

No, no lo hace por comodidad.
Tampoco está esperando el momento ideal para volver.
Está huyendo.
Y la excusa del cuerpo —la barriga, la cabeza, el cansancio— le sirve para no mirar eso de frente.

Tú igual piensas que necesita descansar.
Que si se relaja unos días, volverá solo.
Pero no es descanso lo que busca.
Es desaparición.

Porque cuanto más evita, más se enreda.
Y cuanto más le entiendes, más se escapa.
Cada “bueno, vale, quédate hoy” le alivia por fuera… y le hunde un poco más por dentro.

Él no quiere sentirse así.
Pero no sabe qué hacer con ese nudo que se le forma cuando toca salir.
Y cada vez tiene menos energía para intentarlo.

No está esperando a estar listo.
Está esperando que algo externo le saque.
Pero eso no va a pasar.

No es él contra ti. Es él contra todo.

¿Te das cuenta de que no estás enfadado con él, sino con no saber qué le pasa?
¿Has llegado a pensar que si no le provocaras, estaría tranquilo… pero luego explota igual?
¿Tú también vas todo el día en tensión, esperando a ver cuándo salta?

¿Te encuentras hablando con él como si fuera un adulto agresivo, y no un chaval perdido?
¿Has dejado de preguntarte qué siente, porque estás demasiado ocupado sobreviviendo a lo que hace?

Y si te fijas…
¿no será que lo que te duele no es que grite, sino que ya no sabes cómo llegar a él sin salir herido?

Si no aprende otra forma, se quedará en esa

Sí, es adolescente.
Sí, tiene que aprender a regularse.
Pero no, esto no es solo una fase.

No es una racha.
No es que tenga mal carácter.
No es que necesite más límites ni más libertad.

Es un chaval que está desbordado por dentro, y lo único que ha aprendido a hacer es subir el volumen para no caerse.
Y si sigues tratándolo como alguien que “tiene que calmarse”, te vas a perder lo que está intentando decirte a gritos.

Porque no grita porque quiera joderte el día.
Grita porque no sabe cómo sostenerse sin arder.

Y si no se mueve ahora, si no encuentra otra forma de estar en el mundo que no sea la rabia…
acabará creyendo que solo vale cuando pelea, cuando impone, cuando manda o cuando explota.

Y eso no se pasa.
Eso se enquista.


No se trata de que aprenda a controlar su rabia.
Se trata de que empiece a ver lo que hay debajo sin asustarse.
Y para eso necesita algo que en casa ya no está funcionando:
Alguien que no se lo tome como un ataque.
Pero tampoco se lo perdone todo.

Aquí no se le calma.
Se le coloca frente a su forma de estallar.
Y se le pregunta —sin paños calientes— qué coño está intentando evitar cada vez que grita.

Y a veces, al principio, no lo ve.
Solo se defiende. Solo suelta frases hechas.
Pero cuando se queda sin excusas, cuando no puede manipular ni escapar…
empieza a ver que esa rabia no es fuerza.
Es miedo.

Y si se atreve a sostener ese miedo sin escupirlo,
ahí empieza el corte de verdad.

Frente al bloqueo

No es que tu hijo no quiera salir de ahí.
Es que no sabe cómo.
No hace falta empujarle.
Pero sí mover ficha.
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