
Grita por cosas pequeñas.
Por cosas que ni siquiera has dicho mal.
Por estar ahí.
Por mirarle.
Por no mirarle.
Por preguntar.
Y al principio pensabas que era mala leche.
Que estaba de mal humor.
Que había dormido poco.
Pero ya no.
Ahora sabes que vive así.
Que su forma de estar en casa es gritar o encerrarse.
Te hace sentir que estorbas.
Que le molestas solo por existir.
Y tú empiezas a evitarle.
A callarte cosas.
A decirlo todo en tono neutro, como si fueras un robot.
Porque no puedes más.
Y cuando explota, el que paga eres tú.
Aunque solo intentaras hablar.
Aunque solo dijeras “pon la mesa”.
Aunque no hicieras nada.
Y es ahí donde empieza el cansancio de verdad.
No por el grito.
Sino por vivir con alguien que siempre está al límite.
Cuando todo le agobia, y tú pagas el precio
Grita por cosas pequeñas.
Por cosas que ni siquiera has dicho mal.
Por estar ahí.
Por mirarle.
Por no mirarle.
Por preguntar.
Y al principio pensabas que era mala leche.
Que estaba de mal humor.
Que había dormido poco.
Pero ya no.
Ahora sabes que vive así.
Que su forma de estar en casa es gritar o encerrarse.
Te hace sentir que estorbas.
Que le molestas solo por existir.
Y tú empiezas a evitarle.
A callarte cosas.
A decirlo todo en tono neutro, como si fueras un robot.
Porque no puedes más.
Y cuando explota, el que paga eres tú.
Aunque solo intentaras hablar.
Aunque solo dijeras “pon la mesa”.
Aunque no hicieras nada.
Y es ahí donde empieza el cansancio de verdad.
No por el grito.
Sino por vivir con alguien que siempre está al límite.
Lo que no se ve
No lo parece, pero vive con el pecho en tensión todo el día.
Como si llevara un peso que nadie ve.
Y cuando le dices algo —cualquier cosa—, ese peso aprieta más.
No porque tú se lo pongas. Sino porque él ya viene cargado de antes.
No se grita así por una tontería.
Se grita así cuando por dentro no se aguanta uno a sí mismo.
Cuando estás saturado, incómodo, sin saber por qué.
Cuando todo te exige y nada te calma.
Y él no sabe parar.
No sabe decir “me siento mal”.
No sabe pedir ayuda sin sonar débil.
Así que grita para despejar.
Para sacar presión. Para que le dejéis en paz, aunque en el fondo no quiera estar solo.
Porque a veces, después del portazo, se queda en silencio esperando que alguien vuelva.
Pero no vuelve nadie.
Y entonces se convence de que el mundo entero le agobia, sin ver que también está huyendo de sí mismo.
No es convivencia. Es contención.
¿Hace cuánto que no tienes una conversación con él que no acabe mal?
¿Has empezado a medir cada palabra, por miedo a que grite otra vez?
¿Te pillas repitiéndote en la cabeza: “mejor no le digo nada”?
¿Tú también estás todo el día a la defensiva, aunque no lo parezca?
¿Te has sorprendido deseando que no esté en casa, solo para tener un poco de calma?
Y si te paras un momento…
¿no será que ya no sabes si le estás cuidando… o sobreviviéndole?
Si no entiende lo que siente, atacará lo que tiene delante
No, no es solo que esté en una etapa difícil.
No, no es solo falta de límites.
Y no, no se va a calmar solo.
Gritar por todo no es un rasgo de personalidad.
Es una forma de sacar presión como sea.
Y si nadie le ayuda a mirar lo que hay debajo, va a seguir creyendo que el problema está fuera.
Porque mientras tú te agobias por sus gritos,
él se agobia porque no puede con lo que le pasa por dentro.
Y se engancha a la bronca como forma de desahogo.
Aunque le duela. Aunque no sirva. Aunque luego se arrepienta.
Y si eso no cambia, no es que un día deje de gritar.
Es que se quedará ahí:
viviendo siempre al borde, sin entender por qué.
El cuento del lobo y el espejo
Hay un cuento antiguo que habla de un lobo que vivía en el bosque.
Una noche, al acercarse a un charco para beber, vio su reflejo y creyó que era otro lobo que le desafiaba.
Gruñó. El reflejo también.
Enfurecido, el lobo atacó.
Y cuanto más atacaba, más se agitaba el agua.
Más amenazante parecía el otro.
Hasta que terminó huyendo, convencido de que había algo fuera que quería hacerle daño.
Lo que no supo es que solo estaba luchando contra su propia imagen.
Contra su propio miedo.
Frente al bloqueo
No es que tu hijo no quiera salir de ahí.
Es que no sabe cómo.
No hace falta empujarle.
Pero sí mover ficha.
Da el primer paso →

