
Le preguntas si ha hecho los deberes.
No grita.
Te mira sin levantar la cabeza y dice:
—¿Y tú qué sabrás?
Lo dice sin rabia.
Sin gritar.
Pero lo dice para herir.
Y tú lo notas.
No por la frase.
Sino por el tono.
Por la mirada.
Por la forma de clavarte esa respuesta como si te estuviera perdonando la vida.
Le preguntas otra cosa.
—Ya estás otra vez.
—No tienes ni idea.
—Déjame en paz.
—¿Siempre tienes que decir chorradas?
No son insultos directos.
Pero tampoco es un “no” cualquiera.
Es desprecio.
Frases cargadas, de esas que duelen más que un grito.
Y tú, que solo querías acercarte,
acabas con el estómago cerrado.
Te sientes torpe. Invadido.
Como si cada intento de conexión fuera una humillación nueva.
Y lo peor no es ese día.
Es que lleva mucho tiempo así.
Respondiendo mal a todo.
Mirándote por encima del hombro.
Tratándote como si fueras un estorbo.
Y tú ya no sabes si hablar, callar o desaparecer.
Porque lo que te rompe no es que no quiera hablar.
Es que parece disfrutar haciéndote sentir mal cuando lo intentas.
El problema (directo, sin adornos)
No grita.
No rompe nada.
No empuja.
Pero te deja peor que si lo hiciera.
Porque cada vez que le hablas, responde como si fueras tonto.
Como si todo lo que dices estuviera de más.
Como si tú fueras el problema solo por estar ahí.
Y tú aguantas.
Porque no es violencia física.
Porque no quieres exagerar.
Porque “solo contesta mal”.
Pero lo que hace no es solo contestar mal.
Es devaluarte.
Minarte.
Tratarte como si fueras inferior.
Y hacerlo tantas veces que acabas creyendo que igual tiene razón.
Y así se instala el bucle:
Tú preguntas con miedo.
Él responde con desprecio.
Tú callas.
Él gana terreno.
Tú lo justificas.
Él se acostumbra.
Hasta que un día, sin darte cuenta, ya no eres su madre. O su padre.
Eres alguien a quien puede pisar con una frase.
Y tú te dejas.
Lo que no se ve
No hay violencia física.
Pero cada vez que abre la boca, te lanza algo que duele.
Y lo peor es que lo hace como si fuera normal.
Como si tuviera derecho.
Lo que no ves —lo que casi nadie ve— es que no está por encima de ti.
Está asustado.
No de ti.
De sentirse pequeño.
De no saber quién es.
De no poder controlar su mundo.
Y como no puede con eso,
se agarra a lo único que le hace sentir fuerte:
el lenguaje como defensa.
Las frases que humillan.
El sarcasmo que corta.
Esa forma de mirar como si tú fueras el problema solo por preocuparte.
Es su escudo.
Porque si te hace sentir inferior,
no tiene que mostrar que por dentro no se aguanta a sí mismo.
Y tú, que le conoces desde que no sabía ni hablar,
ves ese muro y no sabes cómo se ha construido.
Solo sabes que ahora, cada vez que intentas acercarte,
sales herido.
Y lo justificas:
“Está en la edad.”
“Es su forma de expresarse.”
“Mejor que no grite.”
Pero hay una violencia silenciosa que te va dejando sin sitio.
Una forma de hablar que te quita la dignidad sin levantar la voz.
Y si no la nombras,
si no ves que lo que está haciendo no es libertad, ni madurez, ni estilo…
acabarás creyendo que mereces ese trato.
Y él también.
Porque si nadie le para,
acabará convencido de que hablar así es normal.
Y que los demás existen para sostener su inseguridad con buena cara.
El espejo
¿Te has descubierto aguantando la respiración antes de decir algo, por miedo a cómo va a contestar?
¿Has empezado a pensar que prefieres no hablarle, para evitar sentirte mal otra vez?
¿Tú también estás empezando a hablar como él?
¿Seco, con ironía, como si ya no pudieras más?
¿Te sorprendes justificando lo injustificable?
Diciéndote que no es para tanto, que al menos no grita, que solo son formas de hablar…
Y si lo miras bien:
¿Hace cuánto que no sientes respeto en sus palabras?
¿Hace cuánto que no te habla como si tu presencia tuviera valor?
¿Y cuánto de eso llevas callado, tragado, sostenido en silencio…
para no romper el poco vínculo que queda?
Cada frase que tragas, te borra un poco más
No, no es solo que “responda mal”.
No, no es “su forma de hablar”.
Y no, no es normal que un hijo te hable con desprecio constante.
Porque si cada vez que le dices algo, te contesta con ironía, con superioridad, con burla…
y tú lo dejas pasar,
no estás siendo comprensivo.
Estás dejando que se instale una forma de relación que te borra.
Una cosa es que tenga ansiedad, inseguridad, dudas.
Otra muy distinta es que te use como blanco de su malestar.
Y cuanto más lo justificas,
más aprende que puede hablarte así sin consecuencias.
Que puede usar el lenguaje como arma
y seguir recibiendo atención, afecto, permiso.
Y lo que empieza como una racha,
se convierte en dinámica.
En costumbre.
En patrón.
Y un día te das cuenta de que ya no habláis: solo os cruzáis desprecios.
Si no se rompe ahora,
luego ya no sabrá hablar de otra forma.
El cuento del cuervo que imitaba al halcón
Había un cuervo que quería parecer fuerte.
No soportaba sentirse pequeño, así que empezó a copiar al halcón.
Volaba como él.
Se posaba como él.
Hablaba con tono firme.
Miraba con distancia.
Y funcionaba.
Los demás lo respetaban.
Algunos incluso le temían.
Hasta que un día llegó el viento.
Un viento real.
Fuerte.
Imprevisible.
El halcón se sostuvo.
El cuervo no.
Se cayó.
Porque toda su fuerza era imitación.
Un disfraz que no podía sostener cuando las cosas se torcían.
Y entonces todos lo vieron:
no era fuerte.
Era alguien que tenía miedo de mostrarse tal como era.
Frente al bloqueo
No es que tu hijo no quiera salir de ahí.
Es que no sabe cómo.
No hace falta empujarle.
Pero sí mover ficha.
Da el primer paso →

