
Le dices que apague el ordenador.
Él ni se gira.
Vuelves a decirlo.
Entonces se levanta de golpe, arrastra la silla, pasa por tu lado y te empuja con el hombro.
No es un roce. Es un empujón con intención.
Lo justo para no parecer violencia, pero lo suficiente para que te notes temblando por dentro.
Le pides que pare.
Él gira la cabeza con desprecio:
—No me toques los cojones.
Te quedas helado.
Pero sigues. Le dices que eso no se hace.
Y ahí explota.
Te grita. Se acerca demasiado. Te habla con la cara a un palmo.
Puños cerrados. Cuello rojo.
Está fuera.
Fuera de sí.
Y por un momento, te da miedo. De verdad.
No te ha pegado.
Pero has sentido que podía hacerlo.
Y lo peor es que él también lo ha sentido.
Después, se encierra.
Golpea la puerta.
Grita que le dejéis en paz.
Y tú te quedas en medio del pasillo, sin saber si hablar, si llorar o si hacer como que no ha pasado nada.
Y lo piensas:
“No es malo. Solo está desbordado. Tiene ansiedad.”
Pero luego miras tu cuerpo.
Estás tenso. Callado. Con miedo a moverte.
Y algo en ti sabe que esto ya no es solo ansiedad.
El problema (de frente, sin anestesia)
Ya no sabes si tienes que corregirle… o protegerte.
Porque cuando se pone así, no escucha nada.
Y tú, aunque tengas razón, acabas cediendo.
Por miedo. Por agotamiento.
Por esa sensación de que, si empujas un poco más, puede romper algo. O romperte.
Y lo peor es que no siempre está así.
A veces parece normal.
Te habla bien. Hace bromas.
Pero de pronto, cambia.
Y tú ya vives en tensión, como si tuvieras que adivinar en qué momento se transforma.
Has dejado de poner normas claras.
No porque no quieras.
Sino porque te da miedo la reacción.
Y eso lo notas en tu cuerpo.
En cómo te mueves por casa.
En cómo tragas frases.
En cómo pides las cosas con un tono plano, para no provocarle.
Esto no es simplemente “un hijo difícil”.
Esto es vivir con alguien que ha convertido su ansiedad en poder.
Y tú, sin darte cuenta, le estás dejando ese poder.
Lo que no se ve
Por fuera se impone.
Te empuja. Grita. Rompe.
Te habla con rabia.
Te hace sentir pequeño.
Te obliga a medir cada palabra.
Pero por dentro, lo que tiene es miedo.
Miedo a no poder con su vida.
Miedo a fallar.
Miedo a no estar a la altura.
A decepcionarte. A no gustar. A perder el control.
A que alguien vea que, en el fondo, no sabe sostenerse.
Y como ese miedo no lo aguanta… lo convierte en fuerza.
Una fuerza mal colocada.
Una fuerza que empuja, que amenaza, que duele.
Porque si grita, no se nota que tiembla.
Porque si rompe, no se ve que está roto.
Porque si asusta, nadie se atreve a mirar lo que hay detrás.
No te lo va a decir.
No va a llorar delante de ti.
No va a confesar que se siente débil, pequeño, confundido.
Porque para él, eso sería perder.
Y él no puede perder.
Porque entonces se cae.
Así que se protege con lo único que le queda:
La rabia.
El ruido.
El cuerpo en tensión.
La amenaza, aunque no sepa qué está defendiendo.
Y tú, que sí ves que no es malo, que no es cruel,
acabas entrando en la trampa:
le justificas.
Dices que está agobiado.
Que es por los estudios.
Que necesita ayuda.
Y es verdad.
Pero también es verdad que si no se para ahora,
esa forma de vivir se le va a quedar pegada.
Y cuando eso pasa, ya no hay vuelta fácil.
El espejo (desde el miedo que no se dice)
¿Te das cuenta de que ya no pones normas, solo para evitar que estalle?
¿Has empezado a callarte cosas que antes dirías sin dudar?
¿Has llegado a pensar que mejor que no esté en casa, así no hay tensión?
¿Te pillas revisando tus propias palabras, tus gestos, tus tonos… para no provocarle?
¿Has tenido miedo —aunque solo fuera una vez— de que pudiera hacer algo más?
Y si lo piensas en frío:
¿No será que estás dejando pasar cosas que no permitirías a nadie más, solo porque viene de tu hijo?
¿Hasta dónde vas a dejar que llegue?
¿Vas a seguir creyendo que es solo ansiedad…
cuando lo que sientes ya no es preocupación, sino miedo real?
El dolor no da derecho a hacer daño
Sí, tiene ansiedad.
Sí, está desbordado.
Sí, necesita ayuda.
Pero eso no justifica lo que hace.
Porque si cada vez que grita, rompe algo o te empuja… tú piensas “es que está mal”,
acabará creyendo que su dolor le da permiso para todo.
Y eso es peligrosísimo.
Para él. Y para ti.
Porque si nadie le frena, si nadie le pone el límite claro,
acabará creyendo que su rabia es válida solo por ser suya.
Y no lo es.
La rabia que hace daño, que controla, que impone,
no es parte del problema: es parte de lo que lo mantiene.
No es cuestión de castigarle.
Ni de endurecerte.
Pero sí de decirle, sin miedo:
“Puedo entender tu ansiedad.
Pero no voy a permitir tu agresividad.”
Y si no lo haces tú…
nadie más lo va a hacer por ti.
Aquí no se trata de hacerle ver lo que siente.
Ya lo siente.
Lo que no ve son las consecuencias de lo que hace.
No se trata de abrazarle.
Ni de explicarle que tiene ansiedad.
Eso ya lo sabe.
Lo que necesita —aunque no lo diga— es que alguien le pare el cuerpo.
Le frene sin rabia.
Le diga: “No más.”
Sin gritos. Sin amenaza.
Pero con una firmeza que no se puede esquivar.
Aquí, cuando llega un chaval así,
no se le escucha sin filtro.
Se le enfrenta con lo que hace.
Con lo que ha cruzado.
Con lo que pasa cuando se acostumbra a vivir desde el miedo… y convierte su miedo en poder.
Y a veces, lo niega todo.
Pero si no puede manipular, si no puede asustar, si no puede justificarlo,
algo en él se empieza a romper.
Y ahí empieza el cambio.
No desde la calma.
Sino desde el límite que nunca tuvo.
Y que por fin le coloca en su sitio.
El cuento del perro encadenado
Un hombre tenía un perro bravo.
No era malo, decía él. Solo nervioso. Solo asustado.
Ladraba cuando alguien se acercaba.
Daba tirones a la cadena.
Mostraba los dientes.
El hombre decía que era por ansiedad.
Que no había que asustarse.
Que si nadie lo provocaba, no pasaba nada.
Así que no lo soltó. Pero tampoco lo corrigió.
Con el tiempo, el perro tiraba más fuerte.
Ladraba a todo.
Y el hombre, sin darse cuenta, empezó a organizar su vida para no molestarlo.
No pasaba por ahí.
No dejaba que otros se acercaran.
Y lo peor: dejó de ver el miedo en los ojos de los demás.
Hasta que un día, la cadena se rompió.
Y lo que era ansiedad, se convirtió en ataque.
No porque el perro fuera malo.
Sino porque nadie se atrevió a pararlo antes.
Frente al bloqueo
No es que tu hijo no quiera salir de ahí.
Es que no sabe cómo.
No hace falta empujarle.
Pero sí mover ficha.
Da el primer paso →

